El tercer día nos despedimos de Atenas. El día comenzó pronto, a las 7.30 de la mañana. Tras desayunar y hacer las maletas, cogimos un taxi dirección aeropuerto porque allí nos esperaba un coche de alquiler o, mejor sería decir por ser más descriptivo, el minicoche de juguete, un Hyunday Attos, e iniciamos nuestra ruta por la península del Peloponeso. Objetivo del día: llegar a Nauplia, nuestro próximo lugar de alojamiento, no sin antes hacer las paradas que sean necesarias para ver yacimientos arqueológicos, etc.
Ya en ruta, observamos con atención los carteles de las autopistas para no perdernos. Los letreros están escritos en griego e inglés, por lo que no resulta complicado leerlos. Del trayecto, dos aspectos a destacar: uno es el paisaje griego, montañoso y muy seco, el otro es la forma de conducir griega: el arcén lo convierten en carril, tanto por autopista como por carretera secundaria. Es un milagro que no viéramos ningún accidente.
La autopista bordea la costa y en un par de horas atravesamos Corinto y nos plantamos en el Peloponeso. Aunque para llegar a Micenas hemos de abandonar la autopista y seguir el trayecto por carreteras secundarias. Realmente aquí la vegetación escasea y el paisaje montañoso es muy agreste y seco. Paramos en un pequeño aparcamiento, junto a la carretera, porque vemos un par de autocares, señal inequívoca de un lugar turístico a visitar. No sabemos lo que es pero bajamos del coche y entramos. Resulta que estamos en los alrededores de la ciudadela de Micenas, en el extremo sur del yacimiento, y concretamente en el Tesoro de Atreo, también conocido como la tumba de Agamenón. La tumba es un pequeño habitáculo en forma de cono, dentro del cual se enterró un rey micénico con sus armas y suficiente comida y bebida para su viajes a los Infiernos. El Tesoro de Atreo es la más valiosa de las tumbas tholos (bóvedas circulares) y cuenta con dos salas, la principal, donde se enterraba a la persona, y un pequeño osario con los huesos de otros enterramientos anteriores.
Ya en ruta, observamos con atención los carteles de las autopistas para no perdernos. Los letreros están escritos en griego e inglés, por lo que no resulta complicado leerlos. Del trayecto, dos aspectos a destacar: uno es el paisaje griego, montañoso y muy seco, el otro es la forma de conducir griega: el arcén lo convierten en carril, tanto por autopista como por carretera secundaria. Es un milagro que no viéramos ningún accidente.
La autopista bordea la costa y en un par de horas atravesamos Corinto y nos plantamos en el Peloponeso. Aunque para llegar a Micenas hemos de abandonar la autopista y seguir el trayecto por carreteras secundarias. Realmente aquí la vegetación escasea y el paisaje montañoso es muy agreste y seco. Paramos en un pequeño aparcamiento, junto a la carretera, porque vemos un par de autocares, señal inequívoca de un lugar turístico a visitar. No sabemos lo que es pero bajamos del coche y entramos. Resulta que estamos en los alrededores de la ciudadela de Micenas, en el extremo sur del yacimiento, y concretamente en el Tesoro de Atreo, también conocido como la tumba de Agamenón. La tumba es un pequeño habitáculo en forma de cono, dentro del cual se enterró un rey micénico con sus armas y suficiente comida y bebida para su viajes a los Infiernos. El Tesoro de Atreo es la más valiosa de las tumbas tholos (bóvedas circulares) y cuenta con dos salas, la principal, donde se enterraba a la persona, y un pequeño osario con los huesos de otros enterramientos anteriores.
Tras entrar en la construcción y observar detenidamente la estancia vacía, salimos, subimos al coche y nos acercarnos un poco más a la antigua ciudadela de Micenas, junto a la cual hay un gran aparcamiento. Compramos la entrada al recinto y lo primero que encontramos a nuestra derecha es el círculo funerario de Tumbas B, constituido por 24 tumbas. Subimos una pequeña pendiente y llegamos a la entrada de la acrópolis, la Puerta de los Leones, llamada así porque en la parte superior del dintel se alzan esculpidos dos leones enfrentados. La ciudad está rodeada por una muralla de grandes bloques de piedra y la parte mejor conservada es la de la entrada. Una vez traspasada la entrada vemos a nuestra derecha, en un nivel inferior, los restos de lo que en su día fue el Granero de la ciudad y un poco más adelante del recorrido el círculo funerario de tumbas A, en el que se hallaron seis tumbas reales de fosa, que contenían 19 cuerpos.
Seguimos el ascenso por una gran rampa, cruzamos una pasarela artificial de hierro y llegamos al palacio real, hoy totalmente en ruinas. No se conserva nada en pie así que hay que tener mucha imaginación para recrear cómo debía ser la acrópolis en su época. El palacio está construido en la cima de la colina. Desde aquí, bajamos por el lado opuesto por donde hemos subido, pasamos junto a los talleres de artesanos y llegamos a la Escalera Secreta, que no es más que una escalera de 99 peldaños que conduce a una cisterna subterránea conectada a un manantial exterior. Nos atrevemos a bajar los primeros veinte escalones pero la escalera hace un giro y, al encontrarnos totalmente a oscuras, decidimos dar media vuelta y no arriesgarnos a tropezar y caer por ellas.
De nuevo en el coche, nos dirigimos a nuestra próxima ciudad de destino, Nauplia. Llegamos en una hora por un terreno bastante llano. De entrada, el pueblo no nos llamó mucho la atención. Entramos por el puerto y en un momento de mucho tráfico y desconocíamos donde estaba nuestro hotel así que preguntamos. Tuvimos suerte pues el hotel estaba en una zona muy tranquila del casco antiguo de la ciudad. Aparcamos y descargamos las maletas.
El Hotel Byron está, como el resto de la zona antigua de la ciudad, empinado en la cuesta de una montaña sobre la cual se alza una antigua fortaleza defensiva. Todo son escaleras. Dejamos las maletas en la habitación y salimos en busca de un restaurante donde comer una buena mousaka.
Tras la abundante comida, exploramos el pueblo dando un agradable paseo. Bueno, yo diría más bien, agradable y muy caluroso paseo, pues eran las cuatro de la tarde bajo un sol de justicia y a una temperatura que debía rondar los 40º C.
Tras el día tan ajetreado, regresamos al hotel, nos duchamos y vestimos para bajar a cenar a una de las tabernas que hemos visto durante el paseo de la tarde. La elegida está en una de las calles más transitadas de turistas y, por lo tanto, más animadas del pueblo y nos sentamos en una terraza a probar el pulpo preparado a la manera tradicional griega – es decir, cocido y servido frío con aceite- y un par de entrantes más para terminar con un segundo muy generoso acompañado todo ello por el vino típico del país, la retsina, mucho más suave que el Ouzo. Pero la velada no podía acabar sin rematar el día tomando un cocktail en una de las terrazas con asientos de mimbre del paseo marítimo, muy concurrido por familias y grupos de jóvenes a esas horas de la noche.
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