Bueno, el tercer día nos levantamos temprano y por primera vez en nuestro viaje cogemos el metro para llegar hacia el destino de hoy, situado en la otra orilla del Tíber, el Vaticano. Cual es nuestra sorpresa, que pese al madrugón, conforme llegamos a la entrada a los Museos Vaticanos vamos constatando la gran cola que ya se ha formado alrededor del gran muro que me imagino separa el estado del Vaticano de Roma. Pues nada, paciencia. Nos colocamos los últimos en la cola –por poco tiempo porque los turistas, venidos de todas las nacionalidades, continúan llegando tras nosotros- y a esperar. Afortunadamente la cola avanza a buen ritmo y en una media hora estamos a escasos metros de la entrada. Una vez dentro, pasamos por un detector de metales y subimos las escaleras que nos conducirán a la primera sala de los museos vaticanos.
Realmente, imaginaba que sería un museo
grande, pero no esperaba que tan diverso. Los museos vaticanos están situados
en los palacios papales, junto a San Pedro y están considerados uno de los
mejores del mundo por sus colecciones de arte clásico y renacentista. Durante
nuestro recorrido atravesamos infinidad de galerías en las que contemplamos
tapices, mapas, cuadros y esculturas. Las galerías tienen grandes ventanales
que van a dar a los jardines vaticanos. Unos jardines verdes y silenciosos por
los que esperamos ver al Papa pasear, sin éxito.
Dentro de la sección pintura del museo, sin duda alguna, la sala que más impresiona fue la capilla Sixtina. Ya no sólo por sus grandes dimensiones sino por el gran trabajo realizado tanto en techo como en paredes. Desde el momento de entrar en la capilla principal del Vaticano te quedas con la boca abierta de admiración. Los frescos pintados en las paredes son obra de algunos de los mejores artistas de los siglos XV y XVI como Perugino o Botticelli, y narran las vidas de Moisés y Jesucristo, el techo y el gran fresco del altar mayor, El Juicio Final, son obra de Miguel Ángel. A pintar los frescos del techo Miguel Ángel dedicó cuatro años de su vida (1508-1512) y siete (1534-1541) tardó en acabar la gran pared del Juicio Final. Una dedicación exclusiva.
Lo que llama
también la atención es la estricta seguridad en la sala. Al entrar, varios
guardias advierten a los visitantes de la prohibición de fotografiar y filmar
dentro de capilla y permanecen atentos a cualquier infracción de la norma. La
seguridad en una capilla tan elaborada me parece correcta hasta cierto punto,
pero no creo que filmar pueda hacer tantísimo daño a los frescos. En fin, las
normas son las normas, así que no pudimos hacer ninguna foto a la sala y
tuvimos que conformarnos con comprar una postal en el museo.
Tras visitar la
Capilla nos dirigimos a las estancias de Rafael, donde también
encontramos muchos visitantes. Se nota que son dos de las salas más importantes
del museo porque durante el recorrido por el resto de galerías la afluencia de
visitantes es menor y aquí en cambio se forman tapones humanos que bloquean el
paso. Las estancias
eran las dependencias privadas del papa Julio II, que encargó a Rafael
decorarlas. Los trabajos duraron 16 años y Rafael murió antes de que estuvieran
terminados. Las estancias son cuatro: de Constantino, de Heliodoro, de la
signatura y del incendio del borgo, y los frescos que hay en ellas expresan los
ideales religiosos y filosóficos del Renacimiento.
Una vez
visitadas las galerías de pintura, nos dirigimos a la entrada porque junto a
ella se encuentra el Palacio Belvedere y una plaza ajardinada donde podemos
descansar un poco. En la plaza encontramos una enorme piña de bronce, parte de
una antigua fuente romana y diversos artistas exponiendo sus cuadros. Tras este
pequeño paréntesis en el recorrido, entramos en el patio interior del Palacio
Belvedere, donde encontramos expuestas bajo sus porches diferentes esculturas
clásicas. Entre ellas destaca el grupo escultórico del Laocoonte, que
representa a Laocconte y a sus dos hijos luchando con dos serpientes, y el
Apolo de Belvedere, una copia romana del original griego. Ya dentro del
edificio, paseamos por el museo egipcio y asirio, encontrándonos expuestos
objetos procedentes de excavaciones realizadas en Egipto como papiros, momias,
sarcófagos y otros elementos funerarios.
Ahora nos
dirigimos a la plaza más importante para los católicos de todo el mundo, la Plaza
de San Pedro, proyectada por Bernini durante el siglo XVII (1656-1667). Una
enorme plaza en forma de elipse, flanqueada por columnas y en cuyo centro se
erige un gran obelisco. Presidiendo este enorme espacio se alza la fachada de
la basílica de San Pedro, centro de la fe católica. Para entrar en ella
también hemos de pasar un riguroso control ya que, como he dicho anteriormente,
toda Italia estaba en alerta por la amenaza de atentado terrorista. Para entrar
se ha de ir vestido respetuosamente: pantalón por debajo de la rodilla y
hombros cubiertos. Nada más entrar, a mano derecha nos encontramos con La
Pietà, de Miguel Ángel, una hermosa escultura de la virgen María
sosteniendo el cuerpo inerte de Jesús entre sus brazos. Es increíble el gran
talento de este artista italiano, que esculpió esta figura en mármol con sólo
25 años de edad. Y es que la obra de Miguel Ángel culminó en la gran cúpula de
la basílica, convertida
en modelo y paradigma para todo el mundo occidental. Pero
San Pedro también presume de poseer sobre el altar mayor el espléndido baldaquino
de Bernini, así como gran cantidad
de elementos decorativos fruto de este artista. El baldaquino está construido
en bronce sobre dorado sobre la tumba de San Pedro y combina elementos
escultóricos y arquitectónicos. Bernini lo construyó con tan sólo 26 años.
Recorremos
el interior de la basílica y bajamos al piso inferior donde se encuentran las
tumbas de los papas. A la salida de la iglesia decidimos subir a la cúpula
de San Pedro para poder disfrutar de las vistas panorámicas de la ciudad
desde las alturas. Lo que no sabía era el esfuerzo que se necesitaba para
subir. En la entrada te dan la opción de subir andando o en ascensor. Nosotros
decidimos hacer el ascenso a pie y si me cuentan abajo la cantidad de escalones
que debía subir habría elegido la otra opción. Primero subimos una escalinata
en caracol bastante ancha de escalones bajos. En un descansillo tomamos aliento
antes de retomar la subida por una segunda escalera, esta vez mucho más
estrecha y también en caracol. Los escalones eran más altos y el espacio cada
vez menor por lo que no existía la posibilidad de, a medio camino, dar la
vuelta. Detrás subía más gente y parar causaría un tapón. Así que no había más remedio
que seguir subiendo escalones. Llegamos a un segundo alto, un mirador en el
interior de la cúpula, totalmente enrejado, por el cual veíamos bajo nosotros a
los turistas visitando la basílica. Finalmente, llegamos a la última etapa de
la ascensión, sin duda la más claustrofóbica. Subíamos por los laterales de la
cúpula y el techo se inclinaba cada vez más, pero no podíamos parar. Cuando por
fin llegamos arriba estábamos sin aliento. Las vistas eran increíbles y
merecían el esfuerzo físico pero necesité cinco minutos para poder disfrutar
plenamente de ellas. Desde lo alto de la cúpula pudimos ver Roma desde todos
los ángulos posibles. La plaza de San Pedro con el Castel Sant’Angelo al fondo,
los museos vaticanos y sus jardines, la colina del Trastevere, toda una ciudad
salpicada de pequeñas cúpulas que sobresalían del resto de edificios, muestra
de la cantidad de iglesias que hay en Roma.
Casualmente,
desde lo alto del castillo pudimos contemplar como se filmaba a la entrada de la
fortaleza una película de época. Doncellas con trajes largos, señores con
bigote, sombrero y bastón y carruajes lo evidenciaban. Nos quedamos unos
instantes presenciando la escena que rodaban en el puente y finalmente bajamos
y cruzando ese mismo puente nos dirigimos tranquilamente a pasear por las
callejuelas del casco antiguo. Eran las seis, nos sentamos en una terraza en la
plaza Navona y pedimos un merecido helado mientras contemplábamos el trajín de
los turistas a nuestro alrededor. Una vez descansados nos dirigimos rumbo al
hotel, siempre caminando, para ducharnos y vestirnos para cenar en una trattoría
junto a la Fontana di Trevi, cerca del hotel.
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