Isla de Mykonos


Nos levantamos, un día más temprano, sobre las ocho de la mañana. Nos dirigimos al puerto de Athiniós, situado al sur de Thirá, de donde salía nuestro barco a las diez y media. Llegamos una hora antes así que nos sentamos tranquilamente a esperar en la sala de embarque. El barco llegó puntual procedente de Creta. Embarcamos y nos sentamos en la butaca numerada asignada. La travesía en ferry de Santorini a Mykonos es de tres horas y apenas se percibe el movimiento balanceante de las olas. Paramos en dos islas, Ios y Paros. Finalmente llegamos a las dos y media del mediodía al puerto de Chóra, la capital de Mykonos



Al bajar del barco lo primero que hacemos todos los pasajeros es intentar parar un taxi que nos lleve al hotel. Aquí tuvimos el mayor problema. En toda la isla únicamente circulan 30 taxis que han de dar servicio a los miles de turistas que visitamos la isla. Estos 30 taxistas se aprovechan muchísimo de esta situación. El turista ha de gritar al taxista el lugar de destino al que quiere que le acerque y según la distancia que haya a recorrer el hombre decide si para o pasa de largo porque la carrera hasta el hotel le resulta demasiado corta y, por lo tanto, poco beneficiosa. Además, si un taxi tiene pasajeros en su interior no significa necesariamente que esté ocupado, si gritas al taxista tu destino y éste le viene de paso también para y te recoge para aprovechar la carrera. Así pues la situación fue caótica. Decenas de personas intentando parar sin éxito un taxi durante dos horas. Finalmente, decidimos coger las maletas y dirigirnos a la estación de autobuses. En diez minutos estamos en el pueblo donde nos alojamos. Buscamos el hotel y nos tumbamos exhaustos en la cama a descansar. Son las cinco de la tarde. Hemos tardado casi lo mismo en llegar de Mykonos al hotel, que está a quince kilómetros del puerto, que de Santorini a Mykonos en ferry. Increíble!

Nuestra entrada en la isla no es muy buena pero esperamos que mejore. No nos apetece volver a coger ningún autobús hoy así que dedicamos la tarde a disfrutar de la piscina del hotel y de la tranquilidad de Agios Ioannis, el pueblo donde estamos alojados. Sobre las ocho de la tarde bajamos al restaurante del hotel, a pie de playa, y cenamos con un apetito voraz una buena mousaka. Las vistas desde la terraza del restaurante son preciosas. La playa a nuestros pies, el mar ante nosotros y Delos en el horizonte.

Al día siguiente, ya más relajados, decidimos dar una segunda oportunidad a Mykonos y cogimos el autobús para visitar la capital. Paseamos por su centro antiguo, por sus estrechas calles empedradas y pintadas de blanco, y disfrutamos de la tranquilidad que tiene el pueblo por la mañana. Hace un día de mucho calor. Para nuestra sorpresa no encontramos apenas gente por sus calles. Este hecho contrasta con la multitud que encontrábamos en la capital de Santorini, Thirá. Imagino que el motivo es que Mykonos es una isla muy orientada al turismo de playa. Un turismo parecido al de Lloret de Mar en España. Tiene fama de ser la Ibiza del Egeo y jóvenes de todos los puntos de Europa se sienten atraídos por la isla para salir de fiesta por la noche y broncearse en la playa durante el día. Pero la fiesta y la playa no están en el pueblo sino en los centros turísticos creados en la costa sur de la isla. Allí el turista encuentra un largo brazo de arena, campings, discotecas y deportes náuticos.




En nuestro recorrido aprovechamos para comprar recuerdos para la familia y explorar detenidamente el pueblo, una maraña de callejones de un blanco fulgurante y casas de forma cúbica. Pasamos junto a la iglesia Panagía Paragortianí, la más famosa de la isla, y llegamos al puerto, protegido de los vientos, donde unos pescadores enseñan su captura del día. Aquí conocemos a la mascota de la isla, un pelícano amaestrado llamado Pétros, que posa como un auténtico modelo ante los objetivos de las cámaras. En el pequeño puerto de Kástro hay muchos restaurantes donde comer que ofrecen gran variedad de platos típicos. Junto al puerto se alza el busto de la heroína revolucionaria Mantó Mavrogénous, que obtuvo el rango de general al vencer a los turcos en Mykonos durante la guerra de la independencia, en 1821.



Continuamos el recorrido por las estrechas calles del pueblo y llegamos hasta Alefkándra, también llamada la pequeña Venecia, el barrio de los artistas, con altas casas de balcones pintados asomados al mar. Divisamos a lo lejos una fila de molinos de viento, colocados en linea recta junto al mar. Comemos en una pequeña taberna especializada en Gyros pita. Imagino que en Mykonos esta especialidad culinaria debe triunfar especialmente ya que la juventud siempre dispone de poco presupuesto para las comidas y se decantan por algo bueno y económico.

Subimos de nuevo al autobús y regresamos al hotel, donde nos quedaremos toda la tarde disfrutando de su piscina de agua salada. Son los últimos días del viaje y nos apetece bajar un poco el ritmo de actividad. Por la noche bajamos de nuevo a cenar al restaurante del hotel y disfrutamos de las excelentes vistas de este apacible lugar. 

El tercer día lo pasamos en el hotel, tumbados en las hamacas de la playa tomando el sol y por la tarde descubrimos una pequeña cala escondida entre montañas y nos darnos un baño casi en pleno atardecer. Debemos irnos pronto a acostar porque nuestro avión de regreso a Atenas sale a las siete y media de la mañana del día siguiente y si queremos estar en el aeropuerto a las seis, una hora y media antes del embarque, debemos madrugar.


Tras una noche muy corta, suena el despertador a las cinco y media de la mañana. En el aeropuerto apenas somos cuatro personas medio dormidas esperando que abran la terminal. A las seis y media llegan los primeros trabajadores del aeropuerto y nos abren las puertas del vestíbulo. Entramos, facturamos las maletas y esperamos a que nos avisen para subir al avión. Poco a poco van llegando el resto de pasajeros y finalmente embarcamos en el avión.

El vuelo fue muy corto. Apenas un cuarto de hora de Mykonos a Atenas. Tiempo suficiente para tomar un refresco a bordo. Llegamos a Venizelos a las ocho de la mañana. Dos horas más tarde salía nuestro avión de regreso a España. El viaje ha merecido mucho la pena.


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